jueves, 30 de octubre de 2025

CINCUENTA AÑOS


Fue un día poco habitual, desde luego. Cincuenta años después, acompañado por una treintena de veteranos, he vuelto a encontrarme en los mismos rincones del colegio carmelita donde cursamos el bachillerato superior, el Liceo del Sagrado Corazón.

Me llama la atención la mucha pulcritud y limpieza de los pasillos por donde vamos pasando. Mi pasado como profesor en un instituto público de barriada me tiene poco acostumbrado a esta higiene. El aire general del edificio me resulta más diáfano, más ligero que en aquellos años nuestros. Esta sensación se ha visto interrumpida cuando un compañero me ha recordado, con humor, una anécdota del pasado: "¿Te acuerdas? Justo en este lugar del pasillo me llevé aquél famoso guantazo que me proporcionó el cura Jesús." Como para olvidarlo. Recuerdo perfectamente la ocasión y sonrío, cosa que él también hace.

Muchas de las aulas son hoy visibles desde el exterior, pues gran parte de sus paredes están acristaladas. Mientras pasábamos junto a ellas, guiado por uno de los profesores actuales del centro, he podido intuir cierta expectación entre los chicos y chicas que nos miraban desde su interior, extrañados ante nuestra torpe procesión y nuestro insolente y poco juvenil bullicio. La impresión de orden que he intuido en las clases me ha resultado grata y, por un momento, me conforta sospechar que, tal vez, estos alumnos son más conscientes y serios que cuando nos tocó a nosotros estar en su sitio. 

Chicas. Hay chicas. En nuestro régimen de educación segregada, nosotros no las tuvimos por compañeras hasta el COU. También he visto a muchas profesoras, cosa casi insólita en mis tiempos del Liceo, pues sólo tuvimos dos: la de Ciencias Naturales y la de Lengua y Literatura; ambas, en mi opinión, excelentes. Además de nuestro acompañante y guía, nos han recibido dos profesores en sus propias clases, uno de ellos hijo de un antiguo y querido profesor de Química, al que recuerdo como persona amable y buen enseñante. Sus palabras me facilitan encontrar la imagen de su padre entre mis neuronas y, por un instante, le quiero buscar un parecido, pero no lo consigo.

Los alumnos, a pesar de haber sido previamente advertidos, nos han mirado con una mezcla de desconcierto, curiosidad y, también -sospecho- algo de vergüenza ajena ante nuestra imagen y ante la inesperada ocupación o intrusión en su terreno. Algunos comentarios de mis compañeros no han ayudado demasiado a normalizar nuestra presencia allí, sobre todo por las preguntas acerca de si sus profesores los castigaban de rodillas y con los brazos en cruz o si les lanzaban los borradores a la cabeza; borradores que no están por ninguna parte, ya que no hay pizarras de tiza. Hay pantallas y pizarras electrónicas junto a la mesa del profesor y tablets en las mesas de los alumnos. Risas nerviosas y confusas aparecen en el rostro de estos jóvenes que viven en la cada vez más duradera edad del pavo, poco apropiada para conectar o empatizar con los desconocidos vetustos que invadimos en estos momentos su espacio. Me imagino que, tras nuestra salida, le habrán comentado algo burlesco sobre nosotros a su profesor. Entiendo que nosotros a su edad, en aquellos años terribles por otras circunstancias, hubiéramos estado algo tensos, pero menos ajenos. Eran tiempos de miedo y alerta.

Hemos entrado en el salón de actos. Otra vez la luz. Lo recordaba más oscuro, no sé si por el hecho de haber acudido siempre a él para ver alguna función o película. Allí representamos la obra Godspell para recaudar dinero con el que sufragar nuestra excursión de fin de curso.  Desde el escenario, mi mirada se dirige hacia la primera fila del graderío superior, donde me fue encomendada, junto a otros, la nada vistosa labor de manejar el foco; me resulta inevitable que me venga a la mente lo poco duchos que fuimos en esa tarea.

A pesar de la lluvia de hoy, nos hemos asomado a las pistas deportivas. Me parecen aún más grandes que entonces. Están mucho mejor compartimentadas y ha mejorado notablemente su calidad desde nuestra época. Debe ser una gozada ser profesor de Educación Física en estas instalaciones.

En la iglesia nos ha dado una misa el director del colegio, el padre David. Algunos compañeros le han ayudado, otros hemos atendido -en mi caso, con mucha más curiosidad que devoción- y, también, alguno ha estado más atento a su teléfono móvil que a la celebración. 

Al salir había padres esperando para recoger a sus hijos y nos han mirado con la misma extrañeza que sus hijos en el interior hace un rato. Alguno de nosotros ha bromeado y manifestado que nuestros padres venían a recogernos.

Hemos terminado en un próximo restaurante para rematar el encuentro. Yo no he logrado olvidar aún la impresión que me ha causado la visita. No puedo decir literalmente que envidie a los alumnos que acabo de dejar atrás, que anhele su juventud o que ansíe su limitado mundo.  

No todos han podido acudir. Los hay fallecidos, los hay de viaje y los hay desinteresados. Entre estos últimos también los habrá que no guarden buenos recuerdos y me vienen algunos nombres a la cabeza. Cada uno de nosotros tendrá su propia memoria de aquella de época.  A mí no me resultó un tiempo tan feliz como escucho una y otra vez a mi alrededor, porque hoy los comentarios son jocosos, algo casi obligado. No obstante, siempre hay compañeros con los que me agrada coincidir y esto es lo que saco en claro. Brindo por ellos y por el resto. Les doy las gracias a los compañeros organizadores del día. A uno de ellos aún le pica hoy la cara por el guantazo recibido hace diez lustros.



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